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Las bienaventuradas. Memoria de las exiliadas republicanas en México


Creo que el exilio es una dimensión de la vida humana, 

pero al decirlo me quemo los labios 

porque  yo querría que no volviese a haber nunca más exiliados. 

 

María Zambrano

 

Exiliadas republicanas llegando a México en el Sinaia. Colección de Mary Evans y Robert Hunt


Era el año de 1938 y ya numerosos grupos de mujeres y hombres, anarquistas, comunistas, campesinos, obreros, profesores universitarios, poetas, científicos, se arriesgaban a sortear el paso de los Pirineos, desde Cataluña o desde las regiones de Navarra y Aragón, para dirigirse a los campos de refugiados en la frontera de Francia con España. Apenas unos meses después los republicanos iban a perder la guerra civil y entonces comenzaría para España una de sus etapas históricas más oscuras: el franquismo.


Para los milicianos y para los simpatizantes con la lucha republicana, permanecer en el país significaba persecución y cárcel, cuando no muerte. Moriría encarcelado el poeta Miguel Hernández, con los ojos abiertos llenos todavía de coraje, pues, decía él, al hombre nadie puede atarlo cuando éste se sabe libre. Otros muchos corrieron con una suerte similar o se quedaron todavía como guerrilleros, manteniendo la lucha en la sierra.


A los que se fueron, sin embargo, las cosas no les resultaron más sencillas. El éxodo terminó para muchos en campos de trabajo, soportando temperaturas en las que el vino se congelaba y había que orinarse las manos para soportar las jornadas, o en campos de exterminio durante la Segunda Guerra Mundial. Para otros tantos, como los miembros de la novena brigada, el paso de los Pirineos les significó sumarse a la resistencia francesa, y, como suele suceder cuando la historia la cuentan los poderosos, pocos saben que en buena medida, gracias a ellos se logró la liberación de París.


La otra parte del exilio, tal vez la que nos resulta un poco más familiar, es la de los barcos que llegaron a nuestro puerto de Veracruz en tiempos de Cárdenas, y que siguieron llegando hasta bien entrados los 40. El legado de los republicanos españoles en uno de los países que los recibió más calurosamente, y por el cual cambiaron el término “exiliados” por el de “transterrados”, sigue patente en instituciones fundamentales en la educación y la cultura mexicana, tales la Escuela Nacional de Antropología o el Colegio de México.


“Los bienaventurados”, llamó María Zambrano a los exiliados del mundo. Ellos son los que no poseen nada, y precisamente por eso, son los únicos que pueden buscar desde el vacío la vida misma, la libertad, la palabra, buscarse a ellos. Ella también fue una exiliada desde el 28 de enero de 1939, día en que cruzó la frontera en coche junto a su madre y a su hermana. Cuando a mitad del camino se encontraron al poeta Antonio Machado, que unos días después iba a morir fuera de España, de enfermedad y de tristeza, María Zambrano se bajó del coche, al que él no se quiso subir porque quería cruzar a pie junto a los vencidos, y caminó con él.


De Zambrano se menciona constantemente, antes que cualquier otra cosa, que fue discípula del filósofo Ortega y Gasset en la Universidad de Madrid. Leyendo su obra, recorriendo todos los giros poéticos que supo dar a sus reflexiones, uno llega a darse cuenta de que esa inicial nota biográfica no alcanza a hacerle justicia. Zambrano había nacido en Málaga, Andalucía, en 1904, y muy joven comenzó a publicar ensayos y a dar clases, cosa mucho más compleja que hoy, cuando en una clase había solamente dos mujeres y había entonces que luchar por tener una voz propia, un pensamiento propio. El de María en realidad lo fue; muchas veces incomprendida, su filosofía representa una vuelta crítica de la tradición occidental: desde la relación entre el ser humano y la divinidad, que ha ido cambiando a lo largo de la historia, de la poesía siempre en estrecha relación con el pensamiento y, en buena medida, de la filosofía masculina que siempre ha dominado el conocimiento y la historia de las ideas.


Zambrano apoyó fervientemente a la República. Dio conferencias, participó en mítines y al fin de la guerra salió de España sin miedo, convencida de que el infierno en realidad era quedarse. Podría decirse que ante todo su filosofía es una actitud vital: escrita y pensada en México, Cuba, Francia, Puerto Rico e Italia, nos provee de una lucidez que mucho nos hace falta hoy, para que, como ella decía, sintamos la vida, no sólo con la respiración, sino con el alma y con el cuerpo.


Como María Zambrano, otras mujeres casi desconocidas, compartieron ideas, inquietudes y aficiones en el universo intelectual de la época. No fueron solamente Alberti, Lorca, Gerardo Diego y los otros poetas de la generación del 27 los que lograron una obra poética profunda, y que se manifestaron en contra de la pureza en la poesía.


Concha Méndez (Madrid, 1989-México, 1986) era una joven amante del teatro, campeona de deportes, enfrentada a los prejuicios de su entorno familiar. Un día, harta del carácter de su novio, Luis Buñuel, decidió irse a recorrer el mundo. Londres, Buenos Aires, Montevideo y su amistad con los poetas del 27 la llevaron, junto a la pintora Maruja Mallo, a formar parte del grupo de artistas de vanguardia de los años anteriores a la guerra. Luego, en el exilio, viviría en París, en La Habana y en México, y continuaría escribiendo, tras la muerte de su hijo y el abandono de su marido, poemas que oscilan entre lo amoroso, lo onírico y la angustia existencial.


Su reverso quizá sea Ernestina de Champourcin (Vitoria, 1905-Madrid, 1999), quien tras aprender en su juventud de los modernistas, va poco a poco adentrándose en el misticismo y en la búsqueda de lo divino. Llega a México junto a su esposo, el poeta Juan José Domenchina, y tras la muerte de éste, permanece todavía muchos años en el país. Su poesía, apasionada e intensa, se acerca, hacia el final de su vida, a una trascendencia religiosa que muchas republicanas, en tiempos de la guerra, y después de ella, habían evitado a toda costa.


Maruja Mallo y Josefina Carabias, 1931. Imagen de archivo

También la poesía está presente en la obra de la pintora Remedios Varo (Gerona, 1908-México, 1963). Durante la década de la guerra estuvo en contacto con los pintores surrealistas y se instaló en París donde apoyó a la resistencia antifascista. Sus cuadros, muchos de ellos pintados en México, parecen lanzar desde dentro una lista de ingredientes para mirar hacia un mundo luminoso y fantástico: gatos, sueños, alquimia, matraces, cajas que esconden misterios, polvos mágicos. También los ojos de Remedio, cuando se miran en las fotos, parecen ojos de hechicera.


Otra foto, anónima, muestra la cara de una miliciana sonriente cargando su fusil. ¿Cuál sería su nombre? María, Concha, Ernestina, Maruja, Remedios, pudo ser alguno de ésos o cualquier otro. Quisiéramos recordarlas a todas: a las republicanas que murieron luchando, a las que se quedaron, a las que se fueron, a las que vivieron el exilio, geográfico o del alma, a las que buscaron siempre una vida distinta y transgredieron los límites de la tradición en dimensiones muy diversas. Ellas, que han sido las perseguidas, son las verdaderas bienaventuradas.


*El texto se publicó originalmente en La Soldadera. Suplemento Cultural de El Sol de Zacatecas. No. 56, domingo 28 de febrero del 2016.

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