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Frente a la depresión, el optimismo de la voluntad

                                                                                                                                       

                                                                     “Frente al pesimismo de la inteligencia, el optimismo de la voluntad”

                                                                                                                                                                      A.    Gramsci

 

Más de un amigo o persona cercana a mí en Aguascalientes ha perdido a un ser querido a causa de un suicidio. El año pasado, la tasa era de 10 muertes autoinflingidas por 100 mil habitantes, esto es, la tasa más alta de México. Los periódicos locales llevan la cuenta: al 22 de abril del 2021, 25 personas se han quitado la vida; este tipo de noticias en la sección policíaca se ha vuelto parte de nuestra cotidianeidad. En una ciudad que durante las últimas tres décadas ha crecido con la migración constante de diversas partes del país, y que especialmente en los años 80 y 90 recibió a mucha gente proveniente de la Ciudad de México, que veían en ella un refugio a la inseguridad que en aquel entonces se vivía en la capital, esta realidad contrasta con la imagen que los gobiernos de derecha municipales y estatales venden al resto del país, y si es posible, al extranjero: la de una entidad “moderna” con una economía pujante, cuyo mayor atractivo es la planta de ensamblaje de Nissan.

Aguascalientes no fue siempre así, por supuesto. Hasta hace relativamente poco tiempo era una pequeña ciudad de provincia en el centro-norte de la República, marcada, al igual que toda la región, por su conservadurismo y su catolicismo. Aparentemente, esto era lo único que podía decirse de ella: sin un progresismo de peso como el de la gran ciudad, con familias de abolengo fundadoras de las instituciones de más prestigio, sin una presencia indígena como en los estados del Sur, mucho más cercana al norte pero sin el desarrollo y la cultura de la frontera, Aguas estaba –está- en la encrucijada de lo que no alcanza el derecho de una identidad plena. Justamente así percibí durante mucho tiempo mi lugar de nacimiento: soñaba siempre con ciudades lejanas que se ajustaran al imaginario que con los años fui construyendo, y en el cual había todo aquello que Aguascalientes no tenía.

Mi deseo, claramente, era remedo de una visión colonial que durante mi adolescencia ni siquiera sabía que existía. Como clasemediera, gocé como muchos de mis amigos, de unos años universitarios inmediatamente anteriores a la llegada de Felipe Calderón a la presidencia y del inicio de su guerra contra el narcotráfico, cuando todavía podíamos pasar los fines de semana buscando fiesta en las periferias de la ciudad y viajar de ride, cuando todavía no se hablaba de “levantones” y de desapariciones. Sin embargo, hasta ese punto, el horizonte era el de la huida de la ciudad –hacia el DF o hacia Guadalajara, donde había arte y libertad y vida en la calle-, pero no el de la huida de la vida.

Fue más o menos hasta la mitad de mis veinte –y aquí no puedo sino seguir apegada a mis recuerdos-, que  en mi contexto comencé a escuchar cada vez  más la palabra “depresión”, un estado del alma que atacaba especialmente a gente un poco más joven que yo, pero que durante un tiempo me sonó por completo hueca. Una mañana de verano, recibí la noticia de que la mejor amiga de una persona muy querida para mí, se había suicidado. No había una causa de gravedad aparente para que una chica de 25 se quitara la vida. Desde entonces para mí, el espacio ocupado por la palabra depresión y luego por la palabra ansiedad, no ha hecho más que expandirse en el horizonte y alcanzar cada vez a más personas alrededor, hasta llegar a las referencias que a ella hacen mis estudiantes de licenciatura, sobre todo durante el último año, que ha sido el de confinamiento. Juan Carlos Monedero cita en una conferencia a Fernández de Kirchner: “la mejor manera de estar de un joven, es estar militando”. Yo agregaría a eso: militando, y haciendo calle y enamorándose. Me pregunto constantemente si mis estudiantes lo han hecho, me gustaría saber cómo están viviendo ellos su juventud, cuál es su horizonte de resistencia, si lo tienen.

Pero hasta hace muy poco, se me escapaba otra cosa muy importante, porque estaba sumida en el contexto de una de las universidades públicas más caras de mi país, a donde prácticamente las clases populares no tienen acceso: la depresión alcanzó durante los últimos años a los jóvenes de clase media, pero su origen no está ahí, sino en los barrios y colonias pobres. Es allí donde en medio de grandes carencias, la depresión se engarza con la violencia y hunde sus garras con más saña en la carne, allí donde ni la universidad, ni la salida del barrio están en la perspectiva de los más jóvenes. Es en una de estas colonias sin municipalizar, sin pavimentar, sin servicios regulares, donde una niña de catorce me cuenta que quisieron llevarla al psiquiatra "porque pensaban que estaba loca", es también en estas colonias donde la gente pide constantemente ayuda para conseguir, además de medicamentos para la diabetes y las enfermedades renales, antidepresivos y medicamentos psiquiátricos.

Aguascalientes se niega a sí mismo al negar que la depresión, la ansiedad y su consecuencia última, el suicidio, es una realidad psicosocial y una realidad de clase: pareciera que solamente existe en las zonas de la ciudad que tienen en su bolsillo para pagar a un psicólogo, y que se trata, por supuesto, de una cuestión por completo individual. Si la depresión de la clase media y alta se esconde y niega, la depresión de las clases populares es absolutamente ignorada, porque esas colonias no deben existir en el mapa, y la gente que habita esos barrios, muchas veces gente desplazada, tampoco. No es un cliché cuando digo que se trata de los condenados de la tierra.

La realidad se torna insostenible, porque ciertamente, el conservadurismo sigue siendo un componente importante de la sociedad, y en muchos sentidos sigue siendo recalcitrante, pero además habitamos una ciudad con uno de los salarios y de los índices de bienestar más bajos de México, donde la población de clase media, sumamente aspiracionista e individualista, intenta arduamente y cada vez con más deudas, mantener un estatus falso; donde cada vez hay menos espacios públicos y menos árboles, y más espacio para el tránsito vehicular y las plazas comerciales; donde la falta de agua se agrava escandalosamente y donde aquellos que pueden pagar una casa prefieren un coto cerrado al contacto con los otros, donde la represión policíaca alcanza a diario a quienes que no cumplen con los estándares corporales blanqueados impuestos por el mismo aspiracionismo. No se trata pues, de un Aguascalientes conservador, sino de un Aguascalientes plenamente neoliberal, plenamente adaptado al sistema-mundo colonial, que sabemos bien, busca por sobre todo socavar nuestra esperanza. De allí al expolio no hay más que un paso, y el movimiento contrario es igualmente posible.

En medio de tales circunstancias, no alcanzo a vislumbrar, por mucho que se burle quienquiera que sea, otro camino que no sea el de la organización social. Hacen falta tantas cosas pero también hay tantas fisuras en un bloque que pareciera indestructible. A los hidrocálidos nos han hecho creer que no tenemos más que a los bárbaros chichimecas, que no tenemos tradición de lucha, que ni siquiera tenemos derecho a la identidad fronteriza. Pero la Gran Chichimeca resistió durante sesenta años y dos guerras contra los conquistadores, y en el siglo XX, la gente de Aguas participó en la lucha ferrocarrilera y en la guerrilla. El centro-norte de México es finalmente un crisol donde han confluido las identidades norteñas y cholas en el ir y venir de los migrantes, las identidades católicas anteriores y otras nuevas maneras de mirar el mundo. A los hidrocálidos nos han hecho creer que hay una sola forma de existencia, pero la mayoría de nosotros vive con mucho menos de lo que se nos dice que necesitamos, y todavía con menos, muchas personas intentan a diario mantener su dignidad.

Es necesario que salgamos de nosotros mismos, y que desde allá miremos y entendamos, como quería Gramsci, los mecanismos que hacen funcionar el pesimismo, pues de otra forma, no podemos enfrentarnos a él. Nos apremia la vuelta a los libros, en un esfuerzo grande de concentración para ir más allá de los estados en las redes sociales, y que de allí surja, con suficiente calma y con la respiración adecuada, una reflexión que nos saque de la angustia aislada, nos acerque a la angustia colectiva, y que nos permita comenzar a sobrepasarla. Resulta urgente que podamos reconstruir nuestras genealogías y nuestras identidades, por muy contradictorias que éstas sean, y que salgamos de nuestros espacios académicos e intelectuales cómodos –reaccionarios a fin de cuentas-, para ir a los barrios a hacer educación y proyectos populares, y para plantarle la cara a la tristeza y a la muerte.

 


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