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La década de Alia Emar. Militancia juvenil chilena en "La chica del trombón" de Antonio Skármeta


“En Antofagasta se nace con esfuerzo y se muere con indiferencia” es la frase con la que empieza el último capítulo de la novela del chileno Antonio Skármeta, La chica del trombón. El que la escribe es uno de los personajes, Roque Pavlovic, director del periódico El Heraldo, cuya prosa periodística es la que abre y cierra la novela, y la que acompaña al lector en más de uno de los capítulos intermedios. Pavlovic es precisamente quien nos introduce al mundo en el que la protagonista, que a veces desea ser una actriz de los cuarenta y cincuenta, y que acaba por convertirse en una militante de la izquierda chilena en los años previos al gobierno de Salvador Allende, nos irá envolviendo con su fuerza.

Es Pavlovic también el que nos cuenta cómo un día de 1944, un trombonista llega a Antofagasta con una niña muy pequeña colgada de su instrumento. El director del periódico acompaña en ese momento a Esteban Coppeta, inmigrante italiano instalado en Chile desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. La pequeña, que ha realizado con el trombonista la travesía de cruzar el Atlántico, le es entregada a Coppeta como nieta. La filiación, hay que decirlo, es muy dudosa, pero Esteban, a quien una mitología familiar le acompaña  en sus sueños y desvelos, acepta un regalo de tan envergadura sin chistar, y la cuida como un abuelo durante los siguientes trece años.

De Esteban Coppeta, la pequeña Magdalena aprende el amor por las motocicletas, materializado por una Indian que queda inmóvil luego de que Esteban se ve obligado a dejar de correr “más rápido que el viento por las calles de Santiago”, esa ciudad que, a partir de cierto punto de la novela se convierte en escenario principal. Magdalena aprende también el amor por Nueva York; y es que en su pasado incierto, poco a poco remendado por el nono, mitad verdad, mitad ficción, la gran manzana, sus edificios y el cine, tienen un lugar muy especial. Magdalena, de repente, se sabe nieta de una tal Alia Emar, a quien el nono Esteban amó hasta el último aliento; se entera también de que su abuela fue raptada durante la guerra por las tropas enemiga en la isla de Gema, en el mar Adriático, durante su noche de bodas, y de que tiene un tío abuelo, Reino Coppeta, que saltó del barco en el que también viajaba el nono, y llegó nadando a Norteamérica, atreviéndose a cumplir los sueños que Esteban nunca vio hacerse realidad. De esto resultan dos cosas: una, Magdalena, a quien no le gusta su nombre, decide llamarse a partir de entonces como su abuela, y dos, la jovencísima y recién nombrada Alia quiere ir a Nueva York y reencontrarse con Reino Coppeta.

Algunos capítulos más adelante nos encontramos con un suceso clave en la historia de Alia: ya adolescente, junto con su amigo Pedro Pablo Palacios, amigo de la infancia que durante años estuvo lejos de Santiago y que a la vuelta se convierte en su novio, amante y  compañero de ideales, van a casa del “poeta” en Valparaíso. El poeta no es otro, por supuesto, que Pablo Neruda, figura constante en la narrativa de Skármeta. Esta escena marca una separación entre los años de infancia de la protagonista, y el inicio pleno de su militancia y de su compromiso político.

En alguna entrevista, Skármeta señaló que su novela “es una suerte de oda secreta a un modo de entender la vida”, y que este modo se relaciona con los acontecimientos de la época en que Alia Emar vive sus años de juventud: de las posturas no militantes de muchos jóvenes chilenos que en ese momento admiraban la cultura extranjera, lo no chileno, a la “gran marea de la Unidad Popular” en la que finalmente se verían inmersos.


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Fotografía de archivo

En Chile, el período transcurrido entre 1960 y 1973, año del golpe militar y del derrocamiento del gobierno del también nacido en Antofagasta, Salvador Allende, se le ha atribuido algunas veces una “bipolaridad” caracterizada por un socialismo dividido en dos grande partes: de un lado, la izquierda tradicional muy poco dispuesta a aceptar nuevas ideas, y por el otro, la izquierda que comenzaba a escuchar los grandes acontecimientos mundiales y a aceptar que éstos influían en la política de su país. Esto último significó el surgimiento de una conciencia internacional en la que los jóvenes tomaron parte activamente. Ellos habían crecido viendo cine norteamericano, escuchaban a los Beatles y leían autores en lengua inglesa, y ahora se daban cuenta de que había en las generaciones que les precedían, actitudes que ya resultaban recalcitrantes. Sumado a lo anterior, la influencia de la Revolución cubana, las acciones norteamericanas que la Guerra Fría desencadenó en América Latina y los movimientos estudiantiles en Francia, así como la influencia del comunismo ruso, empujaron a los universitarios latinoamericanos a organizar su propio movimiento. Santiago de Chile y Concepción los tuvieron.

¿Qué es lo que hace que sean específicamente los estudiantes los que salgan a la calle y se vuelquen en estas luchas? Dice la colombiana Mary Luz Giraldo, a propósito de la generación de la ruptura que por esos años escribía o pintaba:

 

Aparece cuando explorando en la historia, en la vida urbana y los conflictos sociales y culturales, se hace la transición a lo contemporáneo… Éstos aún buscan desestabilizar el discurso oficial a través de una literatura reflexiva y crítica, matizada con la risa, la ironía, el erotismo y la irreverencia, dando paso a un cuestionamiento nostálgico o a una crítica rabiosa.

 En efecto, para los jóvenes, el avance cada vez más rápido de la tecnología, el acceso a informaciones de otras partes del mundo y los medios de transporte cada vez más veloces, cambian abruptamente el panorama de la cotidianidad. Mientras sus padres habían llevado una existencia más tranquila, siempre marcada por determinados límites sociales, morales  o religiosos, ellos, en el paso de la adolescencia a la edad adulta, se ven repentinamente en medio de un torbellino que envuelve todo su entorno social y cultural.

El resultado de esta recién adquirida cosmovisión es un impulso natural hacia la resolución de los conflictos que afectan la condición humana en sus más diversos ámbitos; aquí inicia el compromiso revolucionario, el compromiso de lucha devenido de posturas que en un principio no tenían que ver con la militancia. Alia Emar sigue soñando, junto a Pedro Pablo Palacios, con ir a Nueva York, pero del otro lado está la realidad, la vida en Santiago, la universidad, está el Chevrolet que unos años atrás les quedó como legado de un extraño visitante que conocía a su tío Reino y que estaba muy agradecido con él por haberle salvado la vida en circunstancias igual de extrañas, y la simpatía política por Allende a quien Skármeta también regala unos capítulos en los que el político tiene trato directo con la protagonista y con sus allegados, en aquellos primeros años de campaña, que no lo hicieron rendirse hasta llegar al triunfo electoral del 70.


Fotografía de archivo

La identidad perdida de Alia queda restaurada por el amor, por el bagaje cultural propio de los años que le tocan vivir y por el deseo de cambio social en Chile:

 

Pedro Pablo Palacios fue mi piel y mi casa. Desordenó mis sentidos y puso en ascuas mis sueños […]

Tuvimos simpatía por el diablo, rodamos como una piedra, fuimos guijarros humildes como tú, el nombre del amado nos supo a hierba […] nos revolvió la bilis Checoslovaquia, nos relamió los labios la Revolución cubana […]

No queríamos ser funcionarios sino profetas, sólo la vitamina del presente suspendida en el tiempo, los ojos alucinados de William Blake y no los créditos de los banqueros […] o el existencialismo francés para oponerse a la pechoñería hipócrita de los conservadores.

No hubo otra lógica capaz de hacernos entender el mundo que la de Ionesco y Beckett […] vía Dylan Thomas lo hacíamos en la playa exactamente como los perros. Pavese, Ungaretti, Cortázar […]

En la universidad no estudiamos nada que valiera la pena. Nuestros padres nos auguraron un horizonte de hambruna […]

Yo volví a los cerros de Valparaíso con Salvador Allende, y el doctor había atendido personalmente a sus pacientes y éstos supieron devolverle el cariño tapándole con votos….

Después de todo esto, en cierto punto de la historia, los acontecimientos tienen un giro inesperado. Alia Emar cambiará sus sueños de Nueva York por el sueño de un Chile democrático, sus sueños de cine por la lucha, lo cual no significará, en ningún momento, renunciar a sí misma -hay que señalar que uno de los elementos que caracterizan al personaje con más fuerza es ser demasiado ella-. Alia Emar presta a la novela un encanto que nos deja alegres, incluso sabiendo que tras el desenlace, paralelo al triunfo de Allende, llegarán para la protagonista y para los que la rodean, el golpe del 73 y la terrible época del régimen militar de Pinochet.

Finalmente, en La chica del trombón se presentan, por un lado, el dolor de encontrarse sin patria en una tierra extranjera, como el nono Esteban Coppeta, de quien Alia Emar dice que “le faltaba algo y eso lo hacía impreciso y ausente”; la alegría de los instantes bien vividos, las decisiones que marcan lo que vivirás en adelante, la memoria de esos años de juventud que cada quien vive a su modo, pero en los que hay tantas coincidencias con las vidas de los amigos, tanto compartir gustos y aficiones y momentos. La historia de Alia Emar contiene también el deseo y la proyección de un futuro menos desigual para Chile y para toda Latinoamérica, a través de la visión de una chica con un pasado de cuento y un presente palpitante que ella misma pronuncia:

  

Recupero mi frescura, levanto mi espinazo, maquillo mis cejas, alboroto mi cabellera, arisco altiva la nariz, dejo el brassiere en casa, froto el coche con cera de la mejor calidad, enciendo la radio […] golpeo el volante siguiendo el ritmo, toco la bocina por el gusto de armar alboroto, estaciono en Morandé frente a La Moneda, les grito a un funcionario asomado a la ventana del palacio presidencial: ‘¡No falta mucho para que Allende ocupe esa casa!’.

 

SKÁRMETA, Antonio. La chica del trombón. Barcelona, DEBOLSILLO, 2003. Premio Casa de las Américas, 2003.

 

 

 

 

 

 


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